jueves, mayo 29, 2008

Alumbramiento.

No era un país de hadas sino el jardín trasero de una vieja casona abandonada. Tampoco eran hadas ni luciérnagas, eran unos seres diminutos, luminosos como estrellas miniatura, volátiles como el polvo que recubría todo el interior de aquella desolada morada. Los vecinos no recordaban a quienes la hubiesen habitado, algunos ni siquiera estaban seguros que lo haya estado alguna vez. La única vida en su interior se alojaba en el jardín, que con los años había crecido salvaje y rebosante.

En aquel rincón, apartado del mundo, los anónimos seres de luz se entregaban con fruición a su más ferviente llamado, el arte de la luz. Cada noche de luna nueva, al centro del jardín olvidado, los seres de luz se reunían en una especie de ritual lumínico. Haces de luz blanca como la nieve, figuras metamórficas, malabares centelleantes, un hermoso espectáculo que jamás había sido observado por ojo humano. Los seres de luz se deleitaban con el desempeño de su radiante danza aérea. Todos participaban, ninguno permanecía fuera para mirar.

Hubo una ocasión, sin embargo, en que esto no fue así. Uno de aquellos seres de luz, una lucecilla apasionada como ninguno hasta entonces, ansiaba febrilmente hacer una ofrenda magnánima, la mayor, la más espectacular, la más radiante que jamás se hubiera realizado. Ése era su sueño. Toda su vida, en secreto, se había preparado para lograrlo y cuando al fin, justo al término de una de aquellas ceremonias-espectáculo, se supo lista para ello, su entusiasmo le resultó incontenible. Se lo contó a su único confidente, un lucero que, también en secreto, la había amado enardecidamente desde siempre. El próximo novilunio, le dijo, haré mi sueño realidad. No le dio más detalles ni él necesitó recibirlos, sabía exactamente de qué se trataba.

Muchas lunas antes él había jurado no compartir el secreto de ella, pues no estaba bien visto el querer brillar más que los demás. Lo importante era el trabajo en equipo, lo sagrado era la ofrenda común, lo estético era lo colectivo. Muchas más lunas antes, él se había jurado no revelar su propio secreto, pues era un sacrilegio tener cualquier otra cosa en mayor estima que la consagración luminosa. Ellos eran los seres de luz y su destino, brillar en las noches de luna nueva, no aceptaba rivalidades. Nacimos para brillar, no para amar, se reprendió con solemne angustia y calló.

Entonces llegó la noche sin luna. Ella estaba radiante y ávida de entregar a la noche su más brillante espectáculo. Él estaba inquieto, abrumado por la inminencia de su destino, el de ambos. El ritual comenzó. Los seres de luz danzaban centelleantes. Primero un anillo de plata que pronto se convirtió en una flor de pétalos translúcidos abriéndose fugazmente hasta romperse en un rocío fulgurante como lluvia de estrellas, asentándose en una nube informe de destellos que comenzó a girar lentamente asemejándose al rotar de una galaxia. La espiral latía rítmicamente y en cada revolución duplicaba el número de sus brazos hasta que cada uno tomara su propio rumbo haciendo rizos juguetones que finalmente estallarían en una esfera de puntos luminosos.

Pero justo antes del gran final, ella se ubicó al centro de aquel clímax centrífugo por venir. Lunas y lunas de práctica le permitieron concentrar toda su energía en un solo instante y, cuando estaba previsto que cada ser de luz tomara su radio de fuga y mientras él, sin que ella lo notara se acercaba por debajo, liberó la luz de toda una vida, alumbrando más que lo que toda la comitiva jamás había conseguido. Él no podía competir en resplandor con su amada así que ardió en rojo junto a ella, consumiéndose ambos en un solo destello rosado que dejó a los demás deslumbrados. Hablarían del suceso lunas y lunas hasta el final de los tiempos. Ella se inmoló por amor al arte. Él murió por amor a ella. Fue el espectáculo más maravilloso jamás visto.